Este paisaje de Les Rotes forma parte de esa colección en la que, desde hace años, trabajo en una concentración de expresividad y gesto. En él, la pintura alcanza su brillantez propia, vibrando en el color y evocando una sensibilidad que, poco a poco, parecía haberse perdido. El paisaje, tantas veces relegado a lo decorativo, se alza ahora como refugio y como espejo. En él el pintor encuentra una verdad que no cabe en los circuitos del mercado ni en la fugacidad del consumo: la verdad de lo vivo, de lo que cambia con la luz, del silencio que contiene todas las palabras. Pintar el paisaje es renovar la mirada, redescubrir la dignidad del gesto, el temblor de una pincelada que no busca agradar sino comprender.
Ser pintor en estos tiempos es cargar con una herencia milenaria y, al mismo tiempo, reinventarla. Es creer que todavía hay algo sagrado en el acto de observar y transformar. Es un privilegio, sí, porque solo quien pinta conoce la profundidad del color, la paciencia del trazo, la comunión entre la materia y el espíritu. Y en ese encuentro —entre el ojo, la mano y la naturaleza— el arte de pintar renace, se rescata y se revitaliza, desafiando la indiferencia de la época con la sencilla eternidad de un horizonte.
